jueves, 8 de octubre de 2020

¿PUEDE LA NATURALEZA SALVARNOS DE NOSOTROS MISMOS?

No sé si tú, que me lees, alguna vez te has planteado la pregunta que encabeza este artículo. Yo, si te soy sincero, jamás había considerado algo semejante. Pero sí lo he experimentado. Así que mi respuesta a la pregunta del título es SÍ, un sí tan rotundo como las mayúsculas en las que lo escribo.

La pregunta viene a cuento del libro del que vengo a hablaros El sonido de un caracol salvaje al comer, escrito por Elisabeth Tova Bailey y publicado en España por la editorial Capitán Swing el pasado año, aunque la edición original en inglés es del 2016. 

Te aviso de  que este es uno de esos libros inclasificables que son capaces de enamorar a un lector dotado con un mínimo de sensibilidad, por diminuta que sea esta. Si alguien lo califica de ensayo, no miente. Pero pretender describirlo con la palabra "ensayo" es quedarse corto, muy corto, porque el texto de Elisabeth Tova Bailey rezuma poesía en cada línea. Y es que estamos ante un libro que hace estallar las costuras de los géneros. Que la obra fuese merecedora del premio NOBA, un galardón que otorgan en Estados Unidos a la literatura sobre la naturaleza, da una ligerísima idea de lo que aborda, pero El sonido de un caracol salvaje al comer es mucho más que eso. Porque, además de todo lo ya dicho, es también es un relato autobiográfico.

Tras escuchar un par de reseñas en la programación cultural de RNE, adquirí El sonido de un caracol salvaje al comer para la biblioteca de mi instituto con la idea de utilizarlo como libro terapéutico. El hecho de que la protagonista se enfrentara a una enfermedad desconocida que la postraba en la cama y adquiriera el hábito de observar al caracol salvaje que el destino le había regalado como compañero de viaje, me pareció una historia que merecía ser compartida con mis alumnos. No os niego que soy de esos profesores a los que cualquier excusa les parece buena para hacer reflexionar a los adolescentes sobre su propia vida y la de quiénes les rodean. Y el libro de Elisabeth Tova Bailey me permitía visibilizar de forma indirecta algunas de las emociones que experimentan aquellos alumnos con graves problemas de salud a la vez que me facilitaba una herramienta capaz de ensanchar la perspectiva del resto de sus compañeros y, por qué no, desarrollar su empatía.

Hoy puedo deciros que el libro no me ha defraudado, muy al contrario. Creo que es este uno de esos libros a los que puedes regresar en cualquier momento, abrirlo por cualquiera de sus páginas, y encontrar un breve instante de disfrute en su lectura sea cual sea tu edad y condición.

Y sí, el libro habla de la vida y costumbres de los caracoles salvajes.



NOTA: Si después de leer este libro deseas saber más sobre la sorprendente vida de los caracoles, te recomiendo que visites este blog:

jueves, 1 de octubre de 2020

TODOS LOS POLÍTICOS SON IGUALES



Todos los políticos son iguales. Llevo meses escuchando esta afirmación en foros de internet y redes sociales en los que se iguala a unos y a otros en ineptitud y desidia en la defensa de los intereses generales. Incluso uno de mis escritores actuales más respetados, Antonio Muñoz Molina, se permite repartir estopa sin reparos a diestra y siniestra del espectro político en su artículo del pasado domingo en el semanal de El País, cuyo enlace comparto con vosotros al final de esta entrada. 

Aunque coincido en lo esencial con la tesis de Muñoz Molina, sin embargo, creo que no entra en la raíz del problema: tenemos los políticos que merecemos. A los que hemos votado o a los que hemos dejado gobernar en nuestro ayuntamiento, en nuestra comunidad o en el gobierno de la nación no yendo a votar a otras opciones políticas entre las muchas que se presentaban porque todos los políticos son iguales

Los ciudadanos españoles tenemos los políticos que merecemos cuando dejamos que la política sea cosa de otros y no nuestra. Cuando preferimos la comodidad de nuestro sofá frente a la participación activa en los asuntos que nos atañen, estamos dejando nuestras vidas en manos de incompetentes arribistas fruto del sistema de valores que predominan en nuestra sociedad. Tampoco podemos olvidar que un sistema de valores en el que se admira el triunfo fácil y rápido y se ridiculiza el fruto del esfuerzo continuado, se promueve el nepotismo frente al mérito y se engrandece la popularidad al tiempo que se ignora el prestigio es terreno abonado para una clase política más preocupada por su bienestar que por el de los gobernados. Que tire la primera piedra aquel que nunca haya celebrado alguno de estos anti-valores.  

Debe ser herencia del franquismo, cuando la política era un asunto de jerarcas y significarse políticamente fuera del ideario del régimen era una actividad de riesgo, esta costumbre española de pensar que la política es eso que hacen otros y nunca lo hacen bien. Sobre todo si esos otros no son de los nuestros. Porque para algunos, las ideas políticas son una afinidad, una afiliación emocional que se lleva desde el nacimiento hasta la muerte y de la que no se mueven sino es para caer en el desaliento de todos los políticos son iguales

No, amigo que me lees, de nada sirve decir que todos los políticos son iguales como si eso bastará para desvincularte de tus responsabilidades. En una democracia los ciudadanos están obligados a ejercer el control de sus políticos. Y es profundamente irresponsable votar con la mentalidad del hooligan o quedarse en casa dejando que sean otros los que decidan por uno mismo. Si tú nos les vigilas, si tú no castigas con tu voto, e incluso tu voz en la calle, sus incumplimientos, ¿cómo esperas que ellos vayan a cumplir la función para la que los elegiste?

Y sobre todo, si no cumplen, ¿por qué no pruebas con otros? O mejor aún, ¿por qué no lo intentas tú? Yo os aseguro que lo intenté. Pero ese asunto daría para otro artículo. 

Lo que quiero deciros es que, a pesar de la decepción vivida, sigo creyendo que nosotros, los hombres y mujeres que pagamos impuestos y nos esforzamos cada día por seguir a flote en medio del maremoto que nos asola, tenemos el poder de renovar nuestra clase política. En momentos de crisis como este es cuando más se necesita a la sociedad civil en la primera línea de combate contra los vicios de la mala política. La dimisión de Emilio Bouza, el prestigioso catedrático de medicina elegido de manera consensuada por el gobierno de la nación y el de comunidad de Madrid es un triste ejemplo de lo que puede ocurrirte cuando das un paso al frente. Los políticos no suelen tratar bien a los civiles que se inmiscuyen en su terreno y pretenden conservar la independencia, pero no hay alternativa. Hacen falta miles de personas honradas y cabales dispuestas a trabajar por el bien de todos. Personas dispuestas a anteponer el progreso de la mayoría frente a los privilegios de unos pocos.

¿Eres tú uno de ellos?

NOTA: Este es el enlace al artículo de Antonio Muñoz Molina en el País

viernes, 25 de septiembre de 2020

SALAMANDRA

 Tú, que me lees con atención, te habrás dado cuenta de que este blog no es el típico blog de escritor en el que se dan consejos sobre escritura y se habla de novelas de género (habitualmente el mismo que trabaja el autor). En este cajón de sastre cabe la poesía, el relato, la opinión sobre lo divino y lo humano (incluida la política) y, por supuesto, reseñas. La única condición que tienen en común todas las publicaciones de este blog es que yo soy el autor de todos los texto y las fotografías.


Hoy quiero dejaros un relato. Le he titulado Salamandra, aunque en realidad no tiene título porque este va a ser la primera vez que lo presente separado de su texto original. Me explico...

Incluir un relato dentro de mis novelas es para mí algo así como una firma. No es que estos relatos sean algo ajeno al texto de la novela, al contrario, intento que estén perfectamente imbricados en ellas. Pero, al mismo tiempo, me gusta imaginarlos dotados de vida propia, más allá de la narración completa, y que puedan ser leídos como una unidad sin fisuras lejos de las páginas del libro que les vio nacer.

El relato que os traigo apareció en mi primera novela Los niños rata (Villaverde Blues). Con él, pretendía aportar unas pinceladas de lirismo a la crudeza de la trágica historia de Othmane, uno de sus protagonistas. Opino que en la literatura, igual que en la cocina, los contrastes siempre enriquecen. Y, más allá del binomio dulce-salado, existe un mundo de agridulces por explorar. 

¿Me acompañas?


SALAMANDRA

Allá, en Tetuán, había un rincón en el que siempre me sentía feliz. Estaba en la medina, al fondo de un callejón encalado de azul. La casa de mis abuelos estaba justo a la entrada del callejón y al fondo vivía una señora extranjera, no sabía si francesa u holandesa o algo así, que cuando se cruzaba con mis abuelos, les saludaba con un acento raro. Mi abuela nunca devolvía sus saludos, simplemente la ignoraba, y mi abuelo respondía con una ligera inclinación de cabeza. Mis abuelos nunca querían hablar de ella y no les gustaba que tuviera trato conmigo, por eso siempre me advertían de que si la extranjera salía a fumar a la puerta de su casa, yo debía regresar inmediatamente a la suya. Pero yo quería saber más de aquella señora que debía tener más o menos la misma edad que mi abuela y, que sin embargo, era tan diferente a ella. Cada vez que iba a visitarlos, yo les pedía permiso para salir a jugar fuera. Dando patadas a una piedra o conduciendo un tapón por carreteras que imaginaba entre las grietas del suelo, el juego siempre terminaba al final del callejón. La primera vez me sorprendió buscando mi piedra entre las macetas de geranios rojos, rosas y amarillos y la enorme mata de hierbabuena que crecía en un cubo de metal. Ella llevaba los labios pintados de color rojo y los rizos rubios le caían sobre un lado de la cara dejando al descubierto solo un ojo, de color verde, maquillado con una pintura que dejaba el párpado pintado de una tonalidad parecida a la del ojo y rodeado de un espeso marco negro que lo hacía resaltar y que tapaba en parte algunas arrugas. Eso fue lo que me impidió darme cuenta aquella vez. Ella hablaba con voz muy suave y sujetaba un cigarrillo entre los dedos de su mano izquierda. Yo pensé que me iba a regañar por haber tocado sus macetas, pero en lugar de eso se agachó y sacó una piedra blanquísima y plana, mucho mejor que la que mía, de detrás de un geranio lleno de flores. Después se levantó y le dio una calada profunda al cigarrillo, como si mientras fumara estuviera considerando qué hacer con la piedra que guardaba en su puño cerrado. Yo la miraba recordando la advertencia de mis abuelos, pero mis pies parecían clavados al suelo. Entonces se aproximó a mí y, muy lentamente, la dejó caer sobre la palma de mi mano, que yo, sin darme cuenta, había abierto y extendido. Era la piedra más brillante que jamás había visto, sin una sola mancha ni línea de otro color, completamente blanca. Yo me quedé contemplando la piedra, inmóvil y mudo, hasta que ella comenzó a acariciarme la línea de la frente en la que nace el pelo, recorriéndola con la yema del dedo gordo de la mano que sostenía el cigarrillo, desde una oreja hasta la otra. Fue ahí, en ese instante, cuando eché a correr hacia la casa de mis abuelos, envuelto en una nube de aroma desconocido para mí.

En la siguiente ocasión en que visité a mis abuelos, apenas me dejaron salir a jugar me atreví a sentarme en los escalones de la entrada a la casa de la extranjera, y desde allí me esforzaba por descubrir ese olor tan particular que se me había quedado grabado en la memoria o, al menos, escuchar algo de lo que sucedía dentro que me permitiera conocer quién era esa mujer y qué hacía allí, al fondo de ese callejón, viviendo al lado de mis abuelos y, sin embargo, tan diferente a ellos. El único ruido que pude escuchar fue el del cerrojo antes de abrirse la puerta y verla aparecer con sus mechones rubios tapándole medio rostro y un vestido de color púrpura que dejaba al descubierto sus finos tobillos permitiéndome verle los pies con las uñas pintadas del mismo color. Me quedé mirándolos embobado, ya que por aquel entonces los únicos pies de mujer que había visto eran los de mi madre y mi hermana, y no tenía ni idea de que existiera esa costumbre entre algunas mujeres. Ella conocía mi nombre, sin duda debía habérselo escuchado a mis abuelos, y me ofreció un dulce que yo acepté encantado, pero en cuanto se dirigió a buscarlo dejando tras de sí el rastro de las gasas del vestido flotando en el aire, apareció mi abuela en mitad del callejón y, a gritos, me obligó a regresar a su casa no sin antes arrearme un pescozón justo al cruzar el umbral.

Nunca supe cómo se llamaba. Tampoco llegué a probar sus dulces. Parece que cuando lo estás pasando bien y sientes que estás lanzado y que todo va a irte genial y que si pasa algo ese algo solo puede hacer que todo vaya mejor, siempre sucede algo que te lo estropea. Es como cuando era pequeño, muy pequeño, ni siquiera había empezado a ir al colegio, y un día de verano me llevaron a la playa. Mi madre había llenado dos cestos de fruta y bocadillos y un termo muy grande de té frío, y mi padre los había cargado en la parte de atrás de la vieja furgoneta que mi tío le había prestado. Mi hermana ya había estado, antes de que yo naciera, y cuando llegamos, se bajó rápidamente del coche y se fue derecha a la orilla a meter los pies en el agua. La arena estaba muy caliente, quemaba los pies, pero yo corría descalzo como un loco con los brazos abiertos sintiendo la brisa del mar en todo el cuerpo. Mi madre me llamaba a gritos, pero yo no la escuchaba. Miraba al cielo y me creía una gaviota planeando en círculos sobre el agua, y claro, las gaviotas no atienden a las llamadas de las personas. Corría sin parar girando y haciendo eses hasta que choqué con aquel tipo barbudo que vendía relojes y caí al suelo. Todos los relojes se esparcieron por la arena y me empezó a sangrar la nariz. El tipo no dejaba de maldecir mientras recogía los relojes y los soplaba para quitarles la arena, y mi madre se asustó y ya no me dejó moverme de su lado en todo el día. Es como ahora, cuando la siento a mi lado, y quiero decirle: “Mamá, llévame de aquí”, y creo que esta vez sí me escucha, pero entonces se abre un pozo negro ante mí y todo se vuelve silencioso y oscuro, y ya no siento nada. Parece que la vida siempre te deja con las ganas.

Yo no sabía por qué, pero en el fondo de aquel callejón me sentía bien. En verano, cuando el sol más apretaba y era imposible encontrar a alguien en la calle, sentado en los escalones de aquella mujer se estaba fresco y se respiraba el olor de los geranios y la hierbabuena. Mi abuela me había advertido de lo que ocurriría si me volvía a pillar hablando con ella y yo tenía claro que eso no volvería a ocurrir porque aún recordaba el escozor del último pescozón. Sobre el muro frente a su puerta, una salamanquesa sesteaba a la sombra y yo, desde los escalones, probaba mi puntería arrojándole piedrecitas que la salamanquesa parecía ignorar, lo que hacía que yo siguiera insistiendo. Tan distraído estaba con mi tarea que no me di cuenta de su presencia hasta que me giré para buscar alguna piedrecita tras de mí. Ella estaba apoyada en el quicio de la puerta, con la larguísima falda roja entreabierta dejándome ver la piel lechosa y fofa de sus piernas hasta más allá de la rodilla. Yo me quedé mirándola sin saber qué decir y ella sonrió y le dio una calada a su cigarrillo. Se escuchaba el zumbido de un moscardón aproximándose y yo me di la vuelta para localizarlo. El moscardón voló por encima de mí y se dirigió directo hacia ella, que con un manotazo lo alejó de sí apartando los rizos rubios que siempre le cubrían el lado izquierdo de la cara. Me quedé pasmado. No podía creer lo que estaba viendo y ella, quizá sorprendida, quizá divertida, no lo sé, detuvo el gesto de tapar su rostro con el pelo que se había movido y dejó que la examinara a mi antojo. Jamás habría podido imaginar lo que ocultaban sus mechones. Alguna vez lo había pensado y se me ocurría que quizá una horrible marca de nacimiento o una horrorosa cicatriz fueran la causa de aquel peinado, pero no aquel ojo, tan distinto a su hermoso ojo verde. Jamás pude imaginar que una persona pudiera tener un pupila como aquella de color violeta rodeada de unas venas rojas tan sanguinolentas que parecía como si estuviera a punto de llorar sangre. Pero con todo, no era eso lo más extraño de aquel ojo ni lo que consiguió aterrorizarme hasta dejarme completamente paralizado y sin respiración. Fue apenas un instante tras la sorpresa inicial, pero duró lo suficiente para que pudiera advertir entre parpadeo y parpadeo cómo el círculo de color violeta de su pupila se estrechaba hasta convertirse en una fina línea vertical del mismo color, idéntica en su forma a las de los ojos del reptil que, adherido al muro, observaba con atención el vuelo del insecto.

El ruido de la llave en la puerta de mis abuelos me hizo apartar la mirada de aquel ojo y levantarme de un salto. Eché a andar hacia la casa de mis abuelos no sin antes volver la vista atrás. En la sombra, sobre la fresca pared del callejón encalada de azul, la salamanquesa se regodeaba deglutiendo al grueso moscardón.




jueves, 17 de septiembre de 2020

MALAS COSTUMBRES

La presidenta de la Comunidad de Madrid, Isabel Díaz Ayuso, aseguró esta semana en la sede del parlamento regional que la mayor transmisión del COVID en barrios como Carabanchel, Vallecas, Usera o Villaverde y pueblos como Getafe, Parla o Fuenlabrada tiene que ver con el "modo de vida de nuestros inmigrantes". Así, con un par y un "nuestros" colgado de la frase cual ambientador con aroma a paternalismo que no logra disimular el tufo racista de sus declaraciones. Una horas antes, el  periodista Federico Jiménez Losantos había predicado en su púlpito radiofónico que gran parte de la culpa del elevado número de contagiados por coronavirus en la región se debía a las costumbres de "los hispanos". Que estas declaraciones se produjeran a los pocos días de que toda España pudiera ser testigo de la agresión sufrida en el metro de Madrid por una pareja de "hispanos" da mucho que pensar sobre las intenciones de tales declaraciones.

A mí, sin ir más lejos, me vino a la cabeza la historia de JM. Pongo aquí las iniciales de su nombre, pero podrían ser las de otros muchos nombres, ya que la situación en la que vivía JM cuando lo conocí era y es, por desgracia, la de muchísimas personas en nuestro país. JM tenía catorce años, había llegado a Madrid hacía unos meses procedente de Colombia, y se quedaba dormido todas las mañanas sobre el pupitre del instituto sin importarle la asignatura que tocara: todas le servían para echar una cabezadita. Pasaron varias semanas hasta que descubrimos que JM dormía en una cama caliente.  Quién no sepa qué es una cama caliente, que piense en su cama mullida y acogedora e imagine que tuviera que compartirla a turnos con dos o tres personas más. Eso es una cama caliente: un colchón con una manta y una almohada que siempre está ocupada. En el caso de JM, le correspondía el turno de día. Apenas salía del instituto después de llenar el estómago gracias a la beca de comedor, JM llegaba a su casa y se echaba a dormir hasta la noche. Entonces era el turno de su tío, quien después de diez o doce horas trabajando tenía el privilegio de acostarse en el colchón que JM acababa de abandonar hasta que a las seis de la mañana se levantaba para volver al tajo y a JM apenas le quedaba tiempo para echarse un rato antes de salir camino del instituto. 

No sé Díaz Ayuso y Jiménez Losantos se referían al modo de vida y a las costumbres de JM y su familia. O simplemente desconocen cómo sobreviven muchas personas en los barrios más alejados de la zonas nobles (o pijas, por qué no) que supongo frecuentan después de ver como se las gasta una en hoteles en plena pandemia, y el otro enseñarnos su casa en compañía de Bertín Osborne, ese gran patriota enemistado con la hacienda pública. Cerrar los ojos a la evidencia de que el mayor número de casos de COVID en esos barrios tiene que ver con cuestiones como la precariedad laboral o la dificultad para acceder a una vivienda digna no es inocente. Detrás de ella se esconde el intento de culpar a un colectivo para esconder las responsabilidades de los responsables de la gestión de la pandemia, que son los mismos que debían haber desarrollado las políticas sociales necesarias para que nadie se viera obligado a vivir según esos modos y costumbres tan insalubres. Como en el trile, nos enseñan la bolita unos instantes para que fijemos nuestra atención en ella y perdamos de vista los vagones de metro repletos en hora punta, las aulas llenas de niños con unos pocos centímetros de separación, o la ausencia de esos rastreadores comprometidos meses atrás. 

La mentira sí es una mala costumbre de ciertos políticos. Y qué decir de cierta clase de periodistas. No lo es la precariedad laboral que obliga a saltarse la cuarentena o a no reconocer que se padece la enfermedad a aquellos de cuyo trabajo depende el que haya comida en la mesa para sus hijos. Y si no existe la opción del teletrabajo para los obreros, camareros, limpiadores, mensajeros, repartidores y tantas otras profesiones en las que el contrato más frecuente es de obra (o más corto aún) no es por su modo de vida, sino porque la sociedad requiere de sus servicios imprescindibles y los poderes públicos no son capaces de garantizarles la seguridad necesaria. ¿Qué seguridad laboral puede haber para quiénes tienen la certeza de que su ausencia del trabajo por enfermad les supondrá el despido? ¿Qué cuarentena puede cumplirse en un piso de cincuenta metros cuadrados con tres habitaciones diminutas en el que malviven otras tantas familias? 

A los dos, a Díaz Ayuso y a Jiménez Losantos, les pediría que escucharan la entrevista que en el Informativo 14 horas de RNE hicieron al doctor Mario Chico, médico intensivista del Hospital 12 de octubre (a dónde acuden los pacientes de Usera y Villarde) y presidente de la sociedad madrileña que reúne a los especialistas en esa faceta de la medicina tan presente en las unidades de cuidados intensivos. Decía el doctor Chico que una costumbre cultural no se cambia en unos meses. Sostenía su afirmación explicando que, si fuera posible hacerlo, ya habríamos acabado con los accidentes de tráfico producidos por una distracción al volante o el exceso de velocidad. No, por desgracia no es posible cambiar el modo de vida de las personas en unos pocos meses. Pero lo que sí era posible es haber planteado medidas que previnieran esta segunda oleada de COVID y redujeran sus efectos. Por ejemplo, contratando personal sanitario o mejorando la coordinación entre UCIs. Y según los expertos, como el citado doctor, nada de eso se ha hecho.

Mañana comparecerá algún responsable del gobierno de la Comunidad de Madrid para anunciar las medidas de restricción de la movilidad, un eufemismo para no decir confinamiento, esa palabra con tan malos recuerdos. Un castigo más para unos barrios y pueblos del sur de la capital que parecen castigados a sufrir la desigualdad. Y es que, como dice el viejo refrán castellano: "En casa del pobre, ni vino ni odre".


NOTA: Os dejo el enlace a la entrevista con el doctor Mario Chico en el programa Informativo 14 horas de Radio Nacional de España.

https://www.rtve.es/alacarta/audios/14-horas/madrid-coronavirus-uci-hospitales-situacion/5664142/

jueves, 10 de septiembre de 2020

PAN Y TOROS: UNA LECTURA IMPRESCINDIBLE PARA ENTENDER EL PENSAMIENTO ANTITAURINO ESPAÑOL

En los tiempos previos al COVID y a la negativa de Messi a seguir jugando en el F.C. Barcelona, había pocas cuestiones en España capaces de polarizar más a la población que la tauromaquia. Y eso a pesar de que el veintitrés por ciento de la población española se declara indiferente cuando le preguntan si piensa que los toros son una tradición a proteger y conservar como seña de identidad cultural o, muy al contrario, debería ser extinguida.
En la encuesta realizada por la empresa británica Ipsos Mori en 2015, tan solo el diecinueve por ciento de la población encuesta apoyaba a la tauromaquia, frente al cincuenta y ocho por ciento que se oponía a la misma. Y a pesar de lo apabullante de estas cifras, en España la tauromaquia es cuestión de estado, bien de interés cultural y es protegida por administraciones públicas de todo signo político. ¿Cómo es esto posible?
A estas y otras cuestiones trata de responder Juan Ignacio Codina Segovia en el libro Pan y toros. Breve historia del pensamiento antitaurino español, publicada en el año 2018 por Plaza y Valdés Editores. Pan y toros es un ensayo escrito con afán didáctico en el que se recogen los principales hallazgos de una rigurosa investigación: la que llevó a su autor a doctorarse en Historia Contemporánea.
Juan Ignacio Codina se remonta a los tiempos de Alfonso X El Sabio, el primer antitaurino del que existe registro escrito al calificar a los toreros como "infames" en sus Leyes de Partida, y desde él recorre a las principales figuras antitaurinas hasta llegar a figuras destacadas de la actualidad por su lucha contra el maltrato animal como la escritora Rosa Montero o la periodista Ruth Toledano. Así, personajes históricos como Goya, Blanco White, Jovellanos, Juan Ramón Jiménez o Emilia Pardo Bazán pueblan las páginas de este libro breve pero iluminador, a la vez que ameno.
El autor plantea en su texto preguntas como por qué la tauromaquia es un obstáculo histórico para el progreso y la regeneración social, o de qué herramientas se han servido los taurinos a lo largo de los siglos (y muy en especial en los últimos doscientos años) para silenciar a aquellos que clamaban por la abolición de los toros.
Sin embargo, y aún siendo estos asuntos importantes, para mí, que tengo una sensibilidad cercana a la de Juan Ignacio Codina respecto a los animales, como habréis podido comprobar los que hayáis leído mis novelas, lo más impactante de Pan y toros es como refuta con datos la falacia del antiespañolismo, el sambenito que los taurinos cuelgan a quienes no comparten el gusto por su "afición". O la sorpresa de de descubrir como en determinados períodos históricos los toros fueron oficialmente abolidos en España (aunque no en la práctica), hecho creo que desconocido para la inmensa mayoría de los españoles. Y, como no podía ser menos, dado el título del libro, el uso de los toros como herramienta de control social es también abordado con precisión en su ensayo. Aspecto este último de la tauromaquia muy actual, si pensamos en los motivos que han llevado a la autorización de festejos taurinos en diversas localidades del estado durante las últimas semanas a pesar de encontrarnos en plena pandemia.
En definitiva, Pan y toros de Plaza y Valdés Editores, es una lectura muy recomendable para quienes quieran acercarse sin prejuicios a la cuestión taurina y estén dispuestos a conocer hechos y opiniones históricos que, a pesar del paso del tiempo, siguen siendo plenamente válidos.