viernes, 25 de septiembre de 2020

SALAMANDRA

 Tú, que me lees con atención, te habrás dado cuenta de que este blog no es el típico blog de escritor en el que se dan consejos sobre escritura y se habla de novelas de género (habitualmente el mismo que trabaja el autor). En este cajón de sastre cabe la poesía, el relato, la opinión sobre lo divino y lo humano (incluida la política) y, por supuesto, reseñas. La única condición que tienen en común todas las publicaciones de este blog es que yo soy el autor de todos los texto y las fotografías.


Hoy quiero dejaros un relato. Le he titulado Salamandra, aunque en realidad no tiene título porque este va a ser la primera vez que lo presente separado de su texto original. Me explico...

Incluir un relato dentro de mis novelas es para mí algo así como una firma. No es que estos relatos sean algo ajeno al texto de la novela, al contrario, intento que estén perfectamente imbricados en ellas. Pero, al mismo tiempo, me gusta imaginarlos dotados de vida propia, más allá de la narración completa, y que puedan ser leídos como una unidad sin fisuras lejos de las páginas del libro que les vio nacer.

El relato que os traigo apareció en mi primera novela Los niños rata (Villaverde Blues). Con él, pretendía aportar unas pinceladas de lirismo a la crudeza de la trágica historia de Othmane, uno de sus protagonistas. Opino que en la literatura, igual que en la cocina, los contrastes siempre enriquecen. Y, más allá del binomio dulce-salado, existe un mundo de agridulces por explorar. 

¿Me acompañas?


SALAMANDRA

Allá, en Tetuán, había un rincón en el que siempre me sentía feliz. Estaba en la medina, al fondo de un callejón encalado de azul. La casa de mis abuelos estaba justo a la entrada del callejón y al fondo vivía una señora extranjera, no sabía si francesa u holandesa o algo así, que cuando se cruzaba con mis abuelos, les saludaba con un acento raro. Mi abuela nunca devolvía sus saludos, simplemente la ignoraba, y mi abuelo respondía con una ligera inclinación de cabeza. Mis abuelos nunca querían hablar de ella y no les gustaba que tuviera trato conmigo, por eso siempre me advertían de que si la extranjera salía a fumar a la puerta de su casa, yo debía regresar inmediatamente a la suya. Pero yo quería saber más de aquella señora que debía tener más o menos la misma edad que mi abuela y, que sin embargo, era tan diferente a ella. Cada vez que iba a visitarlos, yo les pedía permiso para salir a jugar fuera. Dando patadas a una piedra o conduciendo un tapón por carreteras que imaginaba entre las grietas del suelo, el juego siempre terminaba al final del callejón. La primera vez me sorprendió buscando mi piedra entre las macetas de geranios rojos, rosas y amarillos y la enorme mata de hierbabuena que crecía en un cubo de metal. Ella llevaba los labios pintados de color rojo y los rizos rubios le caían sobre un lado de la cara dejando al descubierto solo un ojo, de color verde, maquillado con una pintura que dejaba el párpado pintado de una tonalidad parecida a la del ojo y rodeado de un espeso marco negro que lo hacía resaltar y que tapaba en parte algunas arrugas. Eso fue lo que me impidió darme cuenta aquella vez. Ella hablaba con voz muy suave y sujetaba un cigarrillo entre los dedos de su mano izquierda. Yo pensé que me iba a regañar por haber tocado sus macetas, pero en lugar de eso se agachó y sacó una piedra blanquísima y plana, mucho mejor que la que mía, de detrás de un geranio lleno de flores. Después se levantó y le dio una calada profunda al cigarrillo, como si mientras fumara estuviera considerando qué hacer con la piedra que guardaba en su puño cerrado. Yo la miraba recordando la advertencia de mis abuelos, pero mis pies parecían clavados al suelo. Entonces se aproximó a mí y, muy lentamente, la dejó caer sobre la palma de mi mano, que yo, sin darme cuenta, había abierto y extendido. Era la piedra más brillante que jamás había visto, sin una sola mancha ni línea de otro color, completamente blanca. Yo me quedé contemplando la piedra, inmóvil y mudo, hasta que ella comenzó a acariciarme la línea de la frente en la que nace el pelo, recorriéndola con la yema del dedo gordo de la mano que sostenía el cigarrillo, desde una oreja hasta la otra. Fue ahí, en ese instante, cuando eché a correr hacia la casa de mis abuelos, envuelto en una nube de aroma desconocido para mí.

En la siguiente ocasión en que visité a mis abuelos, apenas me dejaron salir a jugar me atreví a sentarme en los escalones de la entrada a la casa de la extranjera, y desde allí me esforzaba por descubrir ese olor tan particular que se me había quedado grabado en la memoria o, al menos, escuchar algo de lo que sucedía dentro que me permitiera conocer quién era esa mujer y qué hacía allí, al fondo de ese callejón, viviendo al lado de mis abuelos y, sin embargo, tan diferente a ellos. El único ruido que pude escuchar fue el del cerrojo antes de abrirse la puerta y verla aparecer con sus mechones rubios tapándole medio rostro y un vestido de color púrpura que dejaba al descubierto sus finos tobillos permitiéndome verle los pies con las uñas pintadas del mismo color. Me quedé mirándolos embobado, ya que por aquel entonces los únicos pies de mujer que había visto eran los de mi madre y mi hermana, y no tenía ni idea de que existiera esa costumbre entre algunas mujeres. Ella conocía mi nombre, sin duda debía habérselo escuchado a mis abuelos, y me ofreció un dulce que yo acepté encantado, pero en cuanto se dirigió a buscarlo dejando tras de sí el rastro de las gasas del vestido flotando en el aire, apareció mi abuela en mitad del callejón y, a gritos, me obligó a regresar a su casa no sin antes arrearme un pescozón justo al cruzar el umbral.

Nunca supe cómo se llamaba. Tampoco llegué a probar sus dulces. Parece que cuando lo estás pasando bien y sientes que estás lanzado y que todo va a irte genial y que si pasa algo ese algo solo puede hacer que todo vaya mejor, siempre sucede algo que te lo estropea. Es como cuando era pequeño, muy pequeño, ni siquiera había empezado a ir al colegio, y un día de verano me llevaron a la playa. Mi madre había llenado dos cestos de fruta y bocadillos y un termo muy grande de té frío, y mi padre los había cargado en la parte de atrás de la vieja furgoneta que mi tío le había prestado. Mi hermana ya había estado, antes de que yo naciera, y cuando llegamos, se bajó rápidamente del coche y se fue derecha a la orilla a meter los pies en el agua. La arena estaba muy caliente, quemaba los pies, pero yo corría descalzo como un loco con los brazos abiertos sintiendo la brisa del mar en todo el cuerpo. Mi madre me llamaba a gritos, pero yo no la escuchaba. Miraba al cielo y me creía una gaviota planeando en círculos sobre el agua, y claro, las gaviotas no atienden a las llamadas de las personas. Corría sin parar girando y haciendo eses hasta que choqué con aquel tipo barbudo que vendía relojes y caí al suelo. Todos los relojes se esparcieron por la arena y me empezó a sangrar la nariz. El tipo no dejaba de maldecir mientras recogía los relojes y los soplaba para quitarles la arena, y mi madre se asustó y ya no me dejó moverme de su lado en todo el día. Es como ahora, cuando la siento a mi lado, y quiero decirle: “Mamá, llévame de aquí”, y creo que esta vez sí me escucha, pero entonces se abre un pozo negro ante mí y todo se vuelve silencioso y oscuro, y ya no siento nada. Parece que la vida siempre te deja con las ganas.

Yo no sabía por qué, pero en el fondo de aquel callejón me sentía bien. En verano, cuando el sol más apretaba y era imposible encontrar a alguien en la calle, sentado en los escalones de aquella mujer se estaba fresco y se respiraba el olor de los geranios y la hierbabuena. Mi abuela me había advertido de lo que ocurriría si me volvía a pillar hablando con ella y yo tenía claro que eso no volvería a ocurrir porque aún recordaba el escozor del último pescozón. Sobre el muro frente a su puerta, una salamanquesa sesteaba a la sombra y yo, desde los escalones, probaba mi puntería arrojándole piedrecitas que la salamanquesa parecía ignorar, lo que hacía que yo siguiera insistiendo. Tan distraído estaba con mi tarea que no me di cuenta de su presencia hasta que me giré para buscar alguna piedrecita tras de mí. Ella estaba apoyada en el quicio de la puerta, con la larguísima falda roja entreabierta dejándome ver la piel lechosa y fofa de sus piernas hasta más allá de la rodilla. Yo me quedé mirándola sin saber qué decir y ella sonrió y le dio una calada a su cigarrillo. Se escuchaba el zumbido de un moscardón aproximándose y yo me di la vuelta para localizarlo. El moscardón voló por encima de mí y se dirigió directo hacia ella, que con un manotazo lo alejó de sí apartando los rizos rubios que siempre le cubrían el lado izquierdo de la cara. Me quedé pasmado. No podía creer lo que estaba viendo y ella, quizá sorprendida, quizá divertida, no lo sé, detuvo el gesto de tapar su rostro con el pelo que se había movido y dejó que la examinara a mi antojo. Jamás habría podido imaginar lo que ocultaban sus mechones. Alguna vez lo había pensado y se me ocurría que quizá una horrible marca de nacimiento o una horrorosa cicatriz fueran la causa de aquel peinado, pero no aquel ojo, tan distinto a su hermoso ojo verde. Jamás pude imaginar que una persona pudiera tener un pupila como aquella de color violeta rodeada de unas venas rojas tan sanguinolentas que parecía como si estuviera a punto de llorar sangre. Pero con todo, no era eso lo más extraño de aquel ojo ni lo que consiguió aterrorizarme hasta dejarme completamente paralizado y sin respiración. Fue apenas un instante tras la sorpresa inicial, pero duró lo suficiente para que pudiera advertir entre parpadeo y parpadeo cómo el círculo de color violeta de su pupila se estrechaba hasta convertirse en una fina línea vertical del mismo color, idéntica en su forma a las de los ojos del reptil que, adherido al muro, observaba con atención el vuelo del insecto.

El ruido de la llave en la puerta de mis abuelos me hizo apartar la mirada de aquel ojo y levantarme de un salto. Eché a andar hacia la casa de mis abuelos no sin antes volver la vista atrás. En la sombra, sobre la fresca pared del callejón encalada de azul, la salamanquesa se regodeaba deglutiendo al grueso moscardón.




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