jueves, 23 de julio de 2020

DESCOMPRESIÓN

El padre de mi amigo Samuel comenzó a toser el jueves de la segunda semana de confinamiento. Al día siguiente, mi amigo tuvo que dejarlo como quien deja un paquete a la puerta de las urgencias del Hospital 12 de Octubre, uno de los más saturados de todo Madrid. No le permitieron acompañarle, a pesar de que el padre de ochenta y tantos arrastraba desde años un grave problema de inmunodeficiencia. Cuando mi amigo dio la espalda a su padre y regresó a su coche, porque nada podía hacer allí, las lágrimas de impotencia que surcaron su rostro le anunciaron que acababa de zambullirse en las aguas malditas de la COVID.
Samuel no tuvo noticias de su padre hasta pasado el fin de semana. Durante tres días con sus noches mi amigo permaneció inmerso en un pozo de aguas oscuras, a la espera de la llamada fatal. Pero el viejo luchó como un bravo contra el virus. Ocho días después Samuel regresó al hospital. Su padre se había salvado. 
Podría parecer que a partir de ese momento mi amigo volvía a ver la superficie, sin embargo nada más lejos de la realidad. Las cargas de esta nueva enfermedad le hundieron un poco más en sus aguas revueltas, obligándole a luchar contra el virus en lo más cotidiano.
En las siguientes tres semanas Samuel se vio obligado a mantener a su padre encerrado en el salón de su casa, aislado de su madre y de él. Fueron veintiún días en los que tuvo que alimentarle y someter cualquier espacio de la vivienda por el que su padre transitara camino del baño (el piso solo tenía uno) a un riguroso proceso de desinfección. La piel de las manos de Samuel se agrietó y cuarteo hasta desprenderse como escamas. No estaban preparados para algo así, ni siquiera tenían lavavajillas.
Al finalizar el periodo de cuarentena nadie les hizo una prueba, mucho menos la famosa PCR. Tan solo una radiografía al padre para descartar la neumonía. Y mi amigo regresó a su casa, junto a su mujer.
Por fin en su domicilio, con la superficie del agua al alcance de la mano, durante catorce días Samuel convivió con su esposa en habitaciones separadas y comiendo a deshoras. Toda precaución es poca cuando has visto la sombra de la muerte. En cuanto le dieron el alta médica por haber estado cuidando a un enfermo de COVID su empresa le comunicó que estaba en un ERTE. A día de hoy, mi amigo no ha regresado a su trabajo. 
Samuel solo pisa la calle tres días por semana. Ni uno más. Uno de ellos para ver a sus padres. Los otros dos para correr y desprenderse poco a poco de toda esa sustancia pegajosa que le quedado dentro y que le oprime hasta el punto de no dejarle respirar. Apenas amanece se calza las zapatillas y se va al parque. A esas horas no se cruza con nadie. Evita el contacto humano como si fuera a encontrar un depredador en cada persona. Las compras las hacen por internet. Por supuesto no ha pisado un restaurante ni un bar. Me dice que lo que le ocurre tiene un nombre: síndrome de la cabaña. Yo lo llamo descompresión. La descompresión que requiere quien ha visitado lo más hondo de una fosa abisal.
Y mientras mi amigo trata de regresar a la superficie, otros nadan entre los tiburones. Y sin ser conscientes del peligro, se convierten en un escualo más. Sin protegerse, sin protegernos, como si la COVID no fuera con ellos, se multiplican en botellones, fiestas, discotecas, en abrazos y besos, en vasos compartidos, en alientos estrechos,
Y qué queréis que os diga, no lo puedo evitar: al verlos a mí me dan ganas de agarrar el arpón y salir a pescar.

NOTA: Os dejo dos enlaces. El primero al magnífico artículo de El Confidencial sobre la UCI del hospital mencionado en el texto y que fue escenario de mi primera novela. El trabajo fotográfico que lo acompaña es impresionante. 
 
En el segundo enlace encontraréis la estremecedora campaña de concienciación del Gobierno de Canarias para evitar que los "tiburones" del COVID ataquen a la población.

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